2011/06/13

Una altre escrit d'Antoni Puigverd

Publicat a La Vanguardia el dilluns 13 de juny de 2011

Una altra vegada, el Sr. Puigverd ha estat capaç d'escriure en paraules allò que molts pensem i no sabem explicar. Totalment d'acord amb les seves lletres.

Copio el text per si no es pot veure a la web del diari en uns dies.

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En una carta del 20 de mayo, que leo en la edición digital de este diario, el lector Oscar Riu, esperanzado partidario del movimiento de los indignados, lamenta la evaluación que de tal movimiento cree que hemos hecho Quim Monzó y un servidor: "tergiversan y hacen daño a dichas manifestaciones". El lector crítico sostiene su afirmación poniendo en mi boca algo que no dije: "Puigverd hablaba en la radio del carácter casi pueril de las manifestaciones puesto que tenemos una juventud educada en la felicidad, que puede tenerlo todo". Se refiere a la tertulia de Manuel Fuentes de Catalunya Ràdio en la que ni por asomo califiqué de pueril el movimiento de los indignados. Lo que dije es que las nuevas generaciones han sido educadas para la felicidad y que, durante toda su infancia y juventud, han estado sobreprotegidas. Lo que a mi entender explica la indignación de los jóvenes es el contraste entre la hiperprotección recibida y la extrema dureza y desolación que encuentran al salir del caparazón familiar (paro y precariedad). Los jóvenes de hoy han sido literalmente engañados por las generaciones precedentes.

Aunque ya expuse mi opinión sobre los indignados en un artículo anterior, quisiera volver a ellos desde este prisma generacional. Repetiré que el movimiento de los indignados, aunque sobrevalorado por los medios, me parece no sólo explicable, sino también útil. A la espera de próximas actuaciones (eternizándose en las plazas se están convirtiendo en caricatura), el movimiento de los indignados tuvo una impagable virtud: contribuir en plena campaña electoral a desnudar la gastada retórica de los partidos.

La democracia sigue siendo el menos malo de los sistemas conocidos, pero está cada vez más herrumbrosa. Se oxida a pasos agigantados. Unos pocos jefecillos de cada partido controlan la entera democracia gracias al grosero método de las listas cerradas: los diputados son polichinelas en manos de sus mandos. Controlando los partidos, dichos mandos extienden su control a todas las instituciones del Estado. Deciden quién les representa en los medios de comunicación y en las empresas públicas, en las cajas de ahorro autonómicas, en todas partes. También el poder judicial depende de estas cuotas. El margen de influencia popular está, por consiguiente, severamente restringido. Bienintencionados, los que pilotaron la transición otorgaron un poder fuerte a las cúpulas para apuntalar unos partidos que emergían debilitados de la dictadura. Pero pronto quedó claro que el abuso de tal fuerza minaba la democracia: "Quien se mueve, no sale en la foto", dijo un conspicuo jefecillo. Imposible esperar una regeneración interna: los que disfrutan el poder no acostumbran a practicar el harakiri o suicidio ritual.

Por si fuera poco, nuestra democracia ha sufrido en los últimos años otra amputación: los poderes económicos globales, los llamados mercados, pasan por encima de los estados. Ningún poder público puede con ellos. Necesitaríamos un poder, si no global, amplio como el europeo, para domarlos; pero estamos lejos de conseguirlo. De momento, la gente debe obedecer a los mercados (lo vemos estos días en Portugal y Grecia). Da igual lo que opine el ciudadano en las elecciones, el mando lo tiene la economía global. Reducida la democracia por los dos flancos, nuestro régimen no está tan lejos del chino. La ley del mercado decide y los caudillajes partidistas hacen el resto. La diferencia entre los chinos y nosotros es, sin embargo, importante: nuestra libertad de expresión es total. ¿Parece poco? A los que sufrimos la dictadura, la libertad de expresión nos sabe a gloria. Tal como demuestran las acampadas, también es total la libertad de insumisión.

Las generaciones de hoy y de ayer podemos estar de acuerdo en una cosa: el sistema está averiado. Pero sería hipócrita pretender más aproximaciones. Las generaciones maduras han aceptado encantadas, sin apenas rechistar, la primera limitación: el caudillaje en los partidos. Y, mientras el viento de la economía ha hinchado las velas de la prosperidad, también se mostraban encantadas con la economía global (a lo sumo, cierta contestación retórica). Hemos educado a nuestros hijos en el engaño de un bienestar que no podíamos garantizar. Les hemos ocultado el rastro del dolor, les hemos empujado a la fantasía del confort, no les hemos preparado para lo feo, lo malo, lo peor. Los jóvenes se encaran hoy con irritación a los tiempos inciertos, duros, feísimos. Pero no se vislumbra una solución. Muchos partirán hacia latitudes más confortables, otros querrán irse y no podrán.

El conflicto generacional parece inevitable: los padres y abuelos de hoy son responsables, por acción u omisión, de las deudas y problemas que dejan en herencia a los jóvenes. Su indignación debería cuestionarnos. Pero, en lugar de cuestionar, observo grandes complacencias entre mis compañeros de generación. Olvidando lo vivido en estas tres últimas décadas, muchos padres regresan, nostálgicos, a las asambleas universitarias. ¿No será el cariño y apoyo de tantos padres a sus vástagos contestatarios una forma más de paternalismo? ¿Les están empujando, en serio, a una revolución? Una revolución no es enfrentarse al bate de Felip Puig. La revolución es algo muy serio: mucha sangre y crueldad, muchas lágrimas. La revolución es traumática y terrible. ¿Es en esta dirección que los estamos empujando?